lunes, 3 de febrero de 2025

La escritora que se quedó sin palabras

 

Me bajé del tren rozando las once de la noche, aunque me habían traído los pajaritos, como a Blancanieves, En aquel coche número dos, esta escritora venía sin palabras, las había dejado en la Biblioteca Municipal de un pueblo malagueño, casi fronterizo con Sevilla, escondido entre orgullo, emoción y satisfacción. Volvía acompañada de un ramo de rosas rojas, una bandeja de empanadillas de batata y la inolvidable hospitalidad de un pueblo donde cierto futbolista bético canterano, ése que metió aquel gol fundamental un Domingo de Ramos, me apuntaba que había pasado los mejores momentos de su infancia, ya que era el pueblo donde había nacido su padre. 

Calles limpias, fachadas blancas y el azul de un cielo que recortaba la sierra de fondo, entre olivares y el habla, tan característica de la comarca, ésa que a los amantes de la Filología nos despierta la curiosa inquietud fonética. El mío romance con el Gazpachuelo, tan exquisito, Juan e Isabel, los caminos que siempre nos unirán tras los pasos de Galdós y esa conversación que se prolongará el próximo día de las letras serranas, cuando el espárrago esté de fiesta. La mesa de camilla de la madre de mi anfitriona y el olor a puchero, la casa abierta, la vida mostrada, la generosidad. Los buenos días, de todos y todas con los que me cruzaba, la original Plaza de Abastos y Virtudes, quien me abrió la iglesia, no sin antes advertirme desde el pórtico, que debería pedir un deseo si era la primera vez que entraba, y así fue; deseé lo de siempre, vivir intramuros, aunque esta vez lo acompañé del anhelo de seguir siendo tan dichosa en días así. Supe por ella, que hay una Semana Santa para niños, que Castillo Lastrucci dejó allí su huella, y que San Judas Tadeo, San Antonio y San Bartolomé, el patrón, me esperarán siempre, incluído el 24 de agosto. Un Alcalde joven, de sonrisa amable y brillo en los ojos, cercano y afable, me recibió en su despacho donde como el becqueriano rincón en el ángulo oscuro donde se veía el arpa, se veía una Hispano - Olivetti, guardiana de una historia escrita con mayúsculas. La hospitalidad de aquel pueblo la representó su principal vecino y Lourdes, la bibliotecaria, a quien ya conozco de todo y de poco y para siempre, con el piano de fondo del sonido de sus mensajes de voz.

Una alfombra roja me recibió con el destino de mi identidad literaria; garbanzos, mis colores verdiblancos y libros, una máquina de coser de la modista que fue Violeta y una radio antigua, por donde se escuchaba la emoción que esta escritora que se quedó sin palabras sentía no solo de ver el salón lleno, si no de verse en los ojos de los lectores que se habían emocionado con la historia. Mientras dedicaba, sintiéndome pequeña entre tanta grandeza yo me preguntaba; ¿cómo se puede entender, en plena sierra de Málaga, lo que pasó intramuros en una Sevilla que ríe y llora, donde sus adoquines y callejones me hablaron?

No hizo falta respuesta. La emoción no se puede explicar.

Gracias, Sierra de Yeguas y sobre todo, gracias a ti, Lourdes.




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