Por Palacios Malaver empezaron a aflorar los recuerdos de aquel niño que fue mi padre. La noche de febrero era preludio de esa primavera que estalla sin avisar antes de que lo anuncie el almanaque; lo dicen las calles, el fresco del anochecer, el azul machadaniano de su cielo y la alegría de los veladores. No recuerdo cuando fue la última vez que los dos pisamos las mismas calles nuevamente, él recorriendo lo vivido y yo lo desconocido más que de sobra conocido, como una contradicción viandante. Lo que fue la tienda de muebles ahora es un bar de modernos con muebles antiguos, Vizcaíno, uno de los últimos reductos, aún no había abierto, y a su lado, escuchándole, ya empezaba a sentirme como una turista dentro de la Sevilla que creía que conocía, una Sevilla que él me contaba, la de intramuros de verdad. Pocas veces le he visto tan emocionado, hablándome de la freiduría de la Cruz Verde y de la iglesia de Omnium Sactorum, cuya fachada vi desde el balcón de una casa de techos altos y paredes pintadas de verde a donde me llevaron vestida de comunión, un día laborable de colegio, para que me viese aquella señora pequeña y callada que solo sonreía y que siempre iba vestida del Gran Poder, una de sus tías. La calle Arrayán, que ya no es lo que era como tampoco lo es la manteca colorá de las tostadas de mi infancia, siempre con azúcar, Gutiérrez, el palacio y esas cuartelas del pescao donde aquel niño desfiló de armao con un casco hecho de imaginación, cartón, papel de plata y un zanco de encalar a modo de lanza, mientras los placeros le tocaban el tambor con los pesos, el mismo niño que emocionado me lo contaba, desde el vértigo que daban los más de setenta años que habían pasado desde aquello.
Amargura abajo, la tienda de La Única, Tejidos El Surtido, el estanco, la panadería frente al Pasaje Amores y la historia de aquella vecina que se casó con un torero de postín. El zagüán de la casa donde un hombre vendía cintas de raso para los vestidos, la droguería de Nati, el bar de Bracho, el polvero de Gabriel Rojas, la taberna y los madrileños, la joyería chiquitita, la panadería de María y el almacén de Lorenzo, donde los garbanzos volaron con mensajes de amor a una Reyes que con el tiempo, inspiraría la historia que contaría otra Reyes, su nieta, y en el recodo, la barbería de Paquito, poco antes de llegar a Parras, donde se concentra el carbón y vira la Esperanza, donde el cruce de caminos nos indica el punto exacto de partida y de retorno. Cantito, el zapatero, el horno las Almenillas, la papelería de la cuñada de Busto, que fue portero del Sevilla y la alpargatería de Bolaños.
En aquella la otra esquina, ya en Relator, vivían sus tías, y yo le preguntaba cómo se vería la Macarena entrando en Parras desde aquel bajo donde se hacían baúles, porque eran bauleras. "Imagínate", fue su respuesta.
Nos detenemos en ese cross road macareno para hacer memoria, donde pasa todo menos el tiempo; Relator, Parras, Amargura, Pozo, Malpartida y Gonzalito, que ya no es Gonzalito, ni tiene vino de naranja, Pavón y la esquina de Jurado, el de los tejidos, mientras dan las ocho por el que fue el salón de baile San Basilio, cerca del pasaje de Valvanera y de aquel lugar ahora convertido en bar moderno sin alma donde alquilaban tebeos llenitos de mugre, junto a la lechería de Currito y la freiduría de Gonzalo, donde las mujeres por la noche vendían pan.
En el Pumarejo ya nada es como fue, ni en la ajada barra de Mariano Camacho las cuentas de tiza que nadan ahogadas hablan de los mismos recuerdos, ni la mujer pequeña que vendía almendras delante de los pasos con una bata hecha con trozos de tela de diferentes colores y decía “ que ya me voy, que ya me voy” tampoco, pero la emoción de lo vivido por mi padre que yo he revivido, siempre quedará en mi recuerdo, como un regalo de aquella noche de febrero en la que inesperadamente, paseé con él por las calles donde quedó la vida que nos moldeó, y para deshacer el refrán aquel de que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver
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