Dos referentes de las barras de bar, vertederos de amor comentaban, un lluvioso domingo de Función en Santa Catalina, los tiempos de sus jubilaciones; el uno, ya jubilado de su taberna de Alhóndiga abajo y el otro, a dos semanas santas de hacerlo de la suya, Alhóndiga arriba. Entre ambas Alhóndigas, de soslayo, Santa Lucía me miraba como si no hubiese pasado el tiempo sobre los exvotos con los que le agradecían sus milagros, esos que de niña me atrapaban. Al fondo, las miniaturas en las vitrinas de cristal me invitaban a refrescar esa fascinación de la infancia, desde un Sagrario excepcionalmente abierto al Barroco y al público por ser día señalado en morado en el almanaque de la cofradía. Y es que todo lo que ocurre bajo esa ojiva me devuelve a mi tiempo pasado de una manera dulce y llena de sentimiento, y el corazón se me acelera recordando cualquiera de los innumerables motivos por los que alguna vez fui feliz allí. El orgullo de pertenecer a esa cofradía es mi tiempo sin tiempo del niño, que diría Cernuda, representado en una medalla dorada, con cordón morado y cincuenta años de fidelidad, dedicación y cariño, complicidad de mi tiempo, de su mano, para recorrer Alhondiga arriba y abajo con las uñas llenas de tarni shield. Es el mismo tiempo que abre y cierra la puerta donde cada Jueves Santo se detiene mi Semana Santa para empezar de nuevo y pedirle a mi padre que me deje un poco más de tiempo tras las noches de limpieza de plata o ensayos de costalero. Tiempo detenido era volver a mi casa en tu vespino y tiempo fue, es y será el del sentimiento de pertenencia, donde la emoción y el orgullo marcan el tiempo de esos cincuenta años en los que forjé vivencias y amistades que se conservan intactas bajo el manto de tisú y las nueve trabajaderas donde la agonía que tallase Pedro Roldán se pasea buscando la luna llena cada Jueves Santo. Doce años tenía cuando llegué con él para vivir en tiempos de Cuaresma, como se levantaba una cofradía que ya forma parte de mi, porque nos hemos hecho ambas descontando lágrimas en la candelería de cristal, por donde no pasa el tiempo. Cincuenta años después, sigo buscándole en los futbolines de su calle que también es mía, bajo los campanarios de los remates de los doce varales, en la ventana del Rinconcillo, en la barra del Cangrejo, en la caña con la que enciende la cera que ilumina las rosas y los balcones, en su seat 127 y a lo largo de la vida, con sus cuestas del Rosario incluídas. Está en esa medalla el tiempo íntegro de mi primavera, cuando la Cruz de Guía de mi memoria emocional enfila Gerona devolviéndome a los partidos de fútbol, a los días de playa bajo la lluvia, a los tanques del tremendo, a las convivencias, a su retahíla de improperios, a las voces de los contraguías, a los bollos de Amalia, a la derbi roja y los ducados de Manolete Yebra, a la sonrisa luminosa de Francis, la estela de Alfonso, siempre, a la cámara de video de Alberto, a la elegancia de Pedro, a las sevillanas de Esperanza, a Paquito, Emilio, Manolito, Ignacio, Mariano, Miguel, Molina, José Luis y tantos que componen la nómina de la cofradía de la gente que te quiere, porque eres único y porque por esa autenticidad tuya no pasa el tiempo.
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