A finales de los ochenta, aconteció en mi barrio un hecho singular; en pleno éxito, los Cantores de Híspalis dieron un concierto gratuito en la Velá, aquella que se celebraba en la explanada del Oscus, que era uno de los lugares imprescindibles del mapa de mi barrio. Triunfaban llevando por el mundo la originalidad de una manera única de cantarle a Sevilla por sevillanas, poniéndolas de moda y colocándolas además, en el número 1. Ellos, los cuatro trovadores, todos vecinos del Polígono de San Pablo, lo hacían por puro agradecimiento hacia la gente de su barrio y allá donde iban, iba con ellos el olor a puchero, la vecindad, las sillas en la puerta, el cine de verano y el albero de las plazoletas, por donde se ha quedado la vida y mi tiempo, en definitiva; la esencia de ellos mismos, la pertenencia y ese orgullo de no olvidar nunca de donde se viene. Yo presumo de eso, de ser una niña de barrio que ha crecido entre vecinos llegados desde los cuatro puntos cardinales que forman la columna vertebral de esta ciudad, como arterias que confluyeron en un corazón de extrarradio convirtiéndolo en barrio de barrios, como dijo su trovador. Llegaron desde la Calzá, desde San Bernardo, desde la Puerta Osario o desde Triana huyendo de la pobreza, la miseria y una arriá que le quitó todo a los que nada tenían, dejando la filosofía de hermanamiento, la generosidad y la solidaridad de puertas abiertas con las que crecí. Entre sus calles ha habido ilustres en todas las disciplinas, desde grifotas a alcaldes o de cineastas o copleras, en una de las casitas bajas vivió y bailó Farruco, muy cerca de donde Manuel Barrios escribía, Turronero cantaba y Rafael Gordillo se llenaba las botas del albero que nunca le abandonó, el mismo con el que alguno ha llegado a pisar el mismísimo Congreso de los Diputados o encabezar los carteles del indie tras lanzarse por la cuesta con la motoretta. Lo verdaderamente importante de todo es que esa gente, cuando llega a lo más alto, nunca olvida de donde viene cuando va y vuelve, éso es lo admirable, por eso no puedo evitar sentir esa llama interna de orgullo patrio de ser de barrio cuando veo a Zatu llorar ante 60.000 personas, porque es el llanto de la lima clavada en el fango de los días de lluvia, del fortuna suelto y los cielos recortados por las antenas y las torretas, un llanto donde hay una verdad, la de un niño de barrio que ha llenado un Estadio Olímpico con el 41015 en el corazón y el albero aún pegado a las suelas.
(foto Sevilla Actualidad)
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