jueves, 9 de mayo de 2024

Los complementarios

 

Nadie entendía que el destino de las vacaciones elegido por mí fuese Soria, pero solo yo y mi corazón sabemos a qué huelen los álamos de la ribera del Duero, conmigo vais, mi corazón os lleva. Llevo al poeta en mi razón de ser antes de entender el amarillo y ocre y verde de la tierra de Alvargonzález con mis propios ojos. Tendría trece años cuando alguien me dejó un libro, de las poesías completas del poeta con prólogo de Manuel Alvar, y fue allí donde me encontré con lo que poco después me cantase Serrat, la voz de manantial que terminó de redondear mi círculo con el poeta, ése que nunca he dejado de cerrar. La voz del cantor terminó de hacerme entender a Don Guido y a ese trueno, vestido de nazareno, al caminante y al camino, y a ese Jesús de la mar. Nunca se lo devolví, afortunadamente, porque quien me lo dejó se marchó ligero de equipaje y demasiado pronto, dejándome su recuerdo, en el recuerdo del recuerdo. El olmo seco, San Saturio, la campana de la Audiencia dando la una y el hoy es siempre todavía, eternamente dentro de mi gabán. Ahora escribo con la emoción en la garganta, tras dos mañanas en el Palacio de los Marqueses de la Algaba, cerca de donde la Violeta de mi novela vive en mi imaginación real y en mis palabras, donde además del aula Juan de Mairena y las ciudades machadianas, nos ha reunido el torpe aliño indumentario de uno y la comunión con Montmaitre y la Macarena del otro. Los cielos azules recortan y reencuentran y dentro, la emoción y los mundos sutiles, ingravidos y gentiles de Antonio y Manuel Machado. A Eva se le entrecorta la voz recordando a doña Ana, en brazos de aquel amigo de la familia que le ayudó a cruzar la frontera, porque duele el frio de aquel enero, la lluvia que calaba la pena y los huesos y el recuerdo de aquella frase, ¿Cuánto falta para llegar a Sevilla? y yo me siento comprendida; en mi salón nunca faltan flores a su retrato y a mis ojos, las lágrimas que nunca detengo cuando me ciega el sol de la infancia. Duele la hermosura de su verso y de su prosa, y duele el dolor y el miedo que tuvo que pasar en la cárcel, en los despachos y en la pensión Filomena aquel querido hermano que tuvo que apoyar la soledad profunda de la desolación en aquel bastón que su hermano José le cedió, allá en Colliure, como testigo, bajo la tricolor, de una memoria colectiva que nadie tendría que olvidar, que nadie olvidará. Duele la tierra seca de Castilla, las cabezas que embisten, los cuentos de doña Cipriana, los delfines, el necio, la razón y el precio, la escritura a cuatro manos, la caña de azúcar, la enfermedad de Demófilo en Puerto Rico, la única camisa, las risas de la comida de los domingos, las manchas de ceniza en la solapa, los paseos por Baeza, el tren y Leonor, quien nunca se paseó del brazo de aquel mocito barbero. Y me duele sobre todo, mi desconocimiento ante la división equivocada de una España solo rota por el exilio y la pérdida entre hermanos, como aquellos dos que fueron en el buen sentido de la palabra buenos.

Ahora, con el recuerdo latente e intacto del pasado efímero de lo vivido, solo escucho entre todas las voces una; "ni mi vida, ni mi obra se puede entender sin mi hermano".

 


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