lunes, 4 de diciembre de 2023

El síndrome

 

Para reencontrarme con aquella que desde el póster me miraba con el pendiente de cruz, las mechas rubias, los encajes y las miles de pulseras, aquella que me invitaba a desafiar lo desafiante de mis catorce años, que no falten varios pares de calcetines ya que los pies mojados, son mi peor enemigo. La ilusión me acompaña mientras hago acopio de la ropa, la poca que el equipaje de mano permite, para hacer frente a los más que previsibles grados bajo cero que en menos de veinticuatro horas me recibirán en el aeropuerto de Berlin – Branderburgo. Ya he guardado la camiseta térmica con la que mi hijo juega al fútbol y el síndrome del “ya no quiero jugar” que desde niña me acompaña, el que asoma justo cuando consigo algo que me ha hecho mucha ilusión lograr y que en lugar de emocionarme, solo me dan ganas de salir corriendo. Rarita que es una.

-         ¿Rarita? cuando montábamos en la terraza de mamá toda una puesta en escena, o una actuación teatral o lo más parecido a una clase y cuando se citaban los protagonistas, que solían ser las vecinas y nuestras hermanas, nos entraba el síndrome y salíamos corriendo, dejando cadenetas, sillas que hacían las veces de pupitres o un telón improvisado con una sábana, esperando a que nunca volviéramos.¿rarita dices?

Me llevaré este jersey que pica, pero abriga mucho, y el gorro verde oscuro. La bufanda gorda que no falte, para el concierto debería ponerme el jersey negro de cuello vuelto…

-        Da igual lo que llevemos puesto, si cuando estemos en la cola del concierto querremos salir corriendo, como cuando nos inscribimos en aquella carrera popular del barrio, en la Velá, cuando no habíamos corrido nunca porque nunca nos gustó correr y llegamos tarde a posta porque lo importante era ir vestida de atleta de Munich 78 sin que nos viera nadie, de pura vergüenza que nos dio acudir a la salida. O cuando queríamos a toda costa ir como Donna Summer y la abuela Reyes nos hizo unos pantalones bombachos con todo el esfuerzo comprensivo de convertir a una modistilla en diseñadora del Estudio 74 y que no fuiste capaz de ponérnoslo aunque sabías que a nuestros diez años, íbamos a partir la pana. O los calentadores de lana, que tanto, tanto y tanto pedimos para ser como la de Fiebre del Sábado Noche, o Eva Nasarre, o la de Flashdance, que se llevaban por encima de los vaqueros y que nunca nos pusimos porque lo nuestro estaba claro, que ni era el baile ni teniamos ese pataje.

Que bien me vendrían aquellos calentadores que una vez tuve, amarillos y rosa, a rayas…

-        ¿Ahora los calentadores? O cuando invitaste a nuestro quince cumpleaños a ese que tanto, tanto, tanto nos gustaba y que además, apareció, y no le dirigimos la palabra en toda la celebración, o aquella fiesta de fin de año donde no llevaba ni cuatro horas el año nuevo y ya nos queríamos volver, a pesar de que esa noche, llevaba el vestido despampanante de fin de año de moaré negro y encaje, horrible, con mangas de farol que mamá nos había intentado hacer idéntico a los dictados de nuestra imaginación.

Los guantes que no se me olviden. Ojalá tuviese aquel cinturón de pinchos que daba dos vueltas por la cadera y me ponía a escondidas en el ascensor porque a mi padre le parecía que era una especie de delincuente punki, con el que me sentía como aquella que desde el póster me miraba con el pendiente de cruz, las mechas rubias, los encajes y las miles de pulseras, aquella que me invitaba a desafiar lo desafiante de mis catorce años...

Eso siempre que no se apodere de nosotras la emoción y salgamos corriendo sobre la nieve porque “no tengamos más ganas de jugar”

(Ejercicio del taller de escritura creativa que imparto, "¿Qué le dirías a la niña que fuiste?")

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